lunes, 22 de agosto de 2011

La medicina en la Conquista del Desierto

Las frecuentes inundaciones del río Negro determinaban graves complicaciones en el tránsito de las milicias. Prado, con su prosa tan convincente, ha trazado los pormenores de un cruce realizado en 1879:
"El 7 de agosto, al aclarar el día, y aprovechando que la escarcha había endurecido el pantano, emprendimos la salida a pie, cargados con las armas y las monturas. Era aquel un día espantosamente frío, nublado, triste, como si el tiempo se condoliera de nosotros. La primera hora de camino fue del todo mala. El barro endurecido soportaba, sin hundirse, el peso del cuerpo, pero cuando el viento empezó a derretir la helada, aquello fue horrible, sin nombre.
Los soldados, agobiados por el peso de las monturas, se pegaban al fango, dejando las botas en las grietas del terreno. Las mujeres de la tropa, cargadas con los trastos de cocina las unas, con los hijos las otras, avanzaban dolorosamente, ensangrentamos seis horas de fatiga y apenas habíamos adelantado una legua. Aquello era el epílogo que faltaba al drama de la inundación" (1).
Parecía que la adversidad se ensañaba sobre aquellas caravanas, identificadas con el dolor y el sufrimiento; e esa lucha por la supervivencia, la paciencia era la única alternativa y el suplicio de Tántalo no se presenta tan angustioso por cierto, frente al padecimiento de cientos de infelices.
Dos factores gravitaron ostensiblemente sobre la salud: el clima y la alimentación. Las temperaturas extremas, las presiones barométricas dispares y otras causas aleatorias influyeron en la integridad física de los soldados, muchos de ellos oriundos de la región central de Cuyo y zonas norteñas. Al explorar los ríos Negro y Colorado, se produjeron afecciones broncopulmonares, debidas a las bajas temperaturas y la carencia de ropas adecuadas, siendo frecuentes las muertes por congelamiento. Para combatir el frío, cristianos e indígenas usaban en forma pasiva el calor producido por el cuerpo del perro, animal que invariablemente acompañaba a los pobladores del Desierto. Los soldados destacados en fortines hacían acostar a los canes encima de sus piernas en el curso de noches enteras, procurando un estímulo para la circulación, permanentemente injuriada por descensos térmicos de gran magnitud (2). No en vano, un viejo coronel aconsejaba a los reclutas llevar en su mochila astillas de leña, papel de diario y sal gruesa cuando emprendían largos recorridos.
Por su gráfica dramaticidad, quiero transcribir este parte suscrito por el médico del Regimiento 9 de Caballería de Línea, en 1879. Se refiere al soldado Atanasio Albornoz y dice así: "Murió a consecuencia de la congelación, estando de guardia. Cuando vi este soldado, el cuerpo tenía una rigidez cadavérica, estaba insensible, frío, la vitalidad estaba deprimida y los músculos de la región torácica paralizados. Todo lo que tenté fue en vano, y no pude recobrarle la vida".

(1) Manuel Prado, Cuadros de la guerra de frontera (1876-1883), Buenos Aires, Biblioteca del Suboficial, 1935, pág. 82.
(2) En todos los tiempos, las grandes traslaciones de tropas provocaron la muerte de centenares de individuos por la temperatura reinante. Los calores del Desierto originaban transpiración abundante, insolación, respiración acelerada y mayor frecuencia respiratoria. El frío afectaba los aparatos respiratorio y circulatorio, ocasionando procesos agudos pulmonares y vasculares de extrema gravedad.

Fuente: Guerrino, A. (1984) La medicina en la conquista del desierto.

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