El origen del maiz
Hace mucho tiempo vivía un gran señor que se llamaba Abdab. Este señor vio un dia un hermoso perro que cuidaba un rebaño de ovejas a la orilla de un río. Tomó al perro entre sus brazos, le abrió el hocico y le hizo tragar un grano, ni muy pequeño ni muy grande, que parecía ser hecho de oro. Junto al corral de las ovejas el terreno estaba flojo y húmedo. El perro se dirigió a ese lugar y defecó. Las ovejas que pasaban por allí, de regreso al corral, enterraron con sus patas el excremento del perro.
Poco tiempo después las ovejas habían acabado con toda la hierba que crecía en las inmediaciones, y el pastor tuvo que llevar un rebaño lejos de allí. El corral quedó abandonado.
Seis meses más tarde el pastor volvió con sus ovejas al antiguo corral y vio que en el terreno contiguo había crecido una planta de tallo alto y delgado, coronada de una flor semejante a un penacho de plumas. Las hojas largas y flexibles se desprendían de uno y otro costado del tallo y formaban esbeltos arcos. Acurrucado entre el tallo y una de las hojas superiores había algo como un niño bien envuelto, cuyo cabello rubio y brillante caía como una melena. Nunca hasta entonces había visto el pastor una planta semejante. Como no sabía lo que era, decidió dejarla allí. Esa noche, cuando después de encerrar a las ovejas en el corral, volvió a su casa, relató a su mujer con todo detalle la planta que había encontrado creciendo a la orilla del río. Resolvieron irla a ver juntos en algún momento desocupado. Transcurrieron tres meses y sólo entonces se acordaron de ir a ver la extraña planta. Cuando llegaron al lugar donde crecía, el pastor se sorprendió de ver cómo había cambiado de apariencia. Ya no eran verdes sus hojas, su tallo y las envolturas de ese como niño. Toda la planta se había puesto de un color amarillento. Hasta el pelo del niño se había oscurecido.
La planta susurraba suavemente, como quejándose, al ser sacudida por el viento. Algunas hojas estaban quebradas porque, con el tiempo, habían perdido su flexibilidad. La mujer, llena de curiosidad pero también de un poco de temor, se acercó a la planta y, tomando con su mano aquello que parecía un niño bien envuelto, lo arrancó del tallo. Le quitó una a una las envolturas y se encontró con algo como un cilindro o rodillo formado por filas rectas, apretadas y numerosas de granos de un color amarillo de oro. Regresaron a la casa llevando el fruto que habían arrancado de la extraña planta y lo arrojaron en una esquina de la habitación. Algunos granos se desprendieron al caer la mazorca en el suelo húmedo de la choza. Pasados algunos días vieron con sorpresa que de cada grano desprendido de la mazorca crecía un tallito tierno y blanquecino. Tomaron estos granos y los cubrieron con tierra detrás de la choza. Transcurrido algún tiempo estos granos dieron lugar a plantas iguales a la que el pastor vio por primera vez a la orilla del río, junto al viejo corral de las ovejas. Arrancaron todas las mazorcas y las llevaron a la casa. La mujer sembró algunos granos en el terreno adyacente a la casa y guardó los demás pensando que para algo pudieran servir.
Cierto día en que el pastor se hallaba con mucha hambre y su mujer no tenía que darle de comer, pidió que le pasara esos granos que habían recogido de las extrañas plantas. Comió unos cuantos de ellos y su sabor no le pareció desagradable. Siguió comiendo hasta saciar su apetito; pero a poco sintió malestar en su estómago. Pensó entonces que quizás su sabor sería mejor y que no le haría el mismo daño si comiera los granos tiernos, esto es, antes de que se secaran y endurecieran.
Cuando las nuevas plantas se cargaron de frutos, el pastor tomó una mazorca y comió los granos verdes, suaves y llenos de un jugo parecido a la leche. Su sabor le pareció mejor que el de los granos secos; pero el dolor de estómago que sintió más tarde fue más fuerte que el anterior. La mujer pensó entonces que deberían hervir estos frutos en agua. Lo hizo así y probaron los granos cocidos. El sabor mejoró con esto considerablemente. Sabían mejor que los granos crudos, secos o tiernos, y no les causó ningún daño al estómago. Desde entonces siguieron sembrando más y más granos de esta extraña planta y sus frutos fueron definitivamente incorporados a la alimentación regular de la familia. Los vecinos, llenos de curiosidad, averiguaron por este nuevo fruto de la tierra, compraron unos pocos granos y el pastor y su mujer les enseñaron a cultivarlos y a prepararlos para comer. De esta manera, de un solo grano que el Buen Señor hizo tragar a un perro, creció el maíz y se propagó por toda la tierra para bien de la humanidad.
Fuente: Buitrón, A. Leyendas y supersticiones indígenas de Otávalo, Ecuador. En: América Indígena 1960 26(1)
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