lunes, 13 de febrero de 2012

Leyendas de Ecuador

La Laguna de Yahuarcocha




Hace mucho tiempo, cerca a Ibarra, en el fondo de un valle rodeado de lomas, había una hacienda. Un camino atravesaba el valle y junto a él se levantaba la casa de hacienda y los corrales para el ganado. Los potreros estaban siempre cubiertos de hierba alta y verde, y por aquí y por allá crecían algunos árboles que proporcionaban fresca sombra al ganado durante las horas de mayor calor.
El dueño de la hacienda era un hombre soberbio, miserable y cruel. La gente le temía y odiaba. El mayordomo, en cambio, era un negro de muy buen corazón.
Un día, un pordiosero muy viejecito, de larga y blanca barba, vistiendo ropas muy pobres pero limpias, llegó hasta la puerta de la hacienda. Con voz suplicante, pero digna, solicitó una limosna por el amor de Dios. El hacendado, al oir al mendigo, se impacientó y encolerizó terriblemente. Llamó al mayordomo y le ordenó que soltara a los perros para que le despedazaran. El mayordomo, que era de buen corazón, se acercó al viejecito, le comunicó la orden que había recibido y le aconsejó que se fuera de allí lo más pronto para no tener que cumplirla. El mendigo agradeció la bondad del mayordomo, le ofreció alejarse de allí inmediatamente para no ponerle en dificultades y le dijo que para recompensar su bondad quería comunicarle un secreto. -Esta hacienda está condenada a desaparecer como castigo a las maldades de su propietario. Esta misma noche se acabará la hacienda y perecerá su dueño. Quien desee salvarse debe tomar sus cosas e irse a pasar la noche en la loma más alta.
Revelado el secreto, el viejecito comenzó a alejarse de la hacienda caminando lentamente, apoyado en un palo largo y tosco. El mayordomo quedó pensativo; pero dándose cuenta de que se acercaba la noche, se encaminó a su cuarto y empezó a arreglar sus cosas para trasladarlas a la loma de Aloburo. En dos viajes a la loma logró trasladar la mayor parte de sus cosas. Cuando emprendía el tercero y último era ya de noche y oyó que empezaba a tronar como amenazando una gran tempestad. Los truenos se sucedían uno tras otro, produciendo enorme estruendo y llenando de pavor el espíritu. Luego comenzó a llover. El ruido de los truenos y la lluvia crecían en intensidad conforme avanzaba la noche. Era como si el cielo estuviera despedazándose y como si la tierra temblara de miedo. La obscuridad era tal que no se podían divisar ni las propias manos. Toda la noche era tal que no se podían divisar ni las propias manos. Toda la noche no dejó de tronar y de llover. Cuando por fin, después de horas largas e interminables, amaneció, a la primera luz del día el mayordomo buscó con la mirada la casa de la hacienda, los corrales, los potreros y los árboles, todo lo que había estado allí la noche anterior y que ahora no aparecía por ninguna parte. Su asombro fue grande y sintió terror. Un lago de aguas turbias era lo único que se veía, lo único que quedaba de lo que había sido una hacienda..
Durante la noche el gua de lluvia y toda el agua de las vertientes y quebradas que había antes en el Imbabura habían bajado para reunirse en el valle y formar el lago. Por esta razón en la actualidad no se encuentra agua en el Imbabura por ninguna parte, pues toda el agua que había bajó para formar el lago que hoy se le conoce con el nombre de Yahuarcocha. Algunos pescadores aseguran haber visto en el fondo del lago la casa, los corrales y los potreros de la hacienda. Dicen que el mendigo no era otro que el mismo Dios que castigó así la crueldad y miseria del hacendado.

Fuente: Buitrón, A. Leyendas y supersticiones indígenas de Otavalo, Ecuador. En América Indígena 1966 26(1)

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