sábado, 2 de julio de 2011

La revolución del 90



La aurora del 26 de julio fue saludada a cañonazos y tiros de fusil, disparados sin rumbo por la ciudad, sobre enemigos invisibles. Al amanecer, los cívicos se apoderaron del Parque de Artillería con ayuda de un general sublevado, una especie de Coriolano, víctima de todas las exageraciones populares, primero aplaudido hasta el delirio, vilipendiado luego, encarnando al personaje que necesita toda revolución cansada y rendida para desculpar su propio desaliento.



Había llovido la noche anterior, una lluvia menuda y terca, como lagrimeo de un cielo desolado. Los revolucionarios estaban llenos de barro hasta las rodillas, y los mismo las manos, trabajando febrilmente en levantar el adoquinado para formar trincheras en las bocacalles y alrededor de la plaza del Parque, convertida en baluarte de su resistencia. Eran casi todos jóvenes de Buenos Aires y extranjeros, muchachos en el apogeo de la vida, en calcinación el alma, interesados más en derrocar al gobierno, en sentar fama de guapos entre los mismos correligionarios. Era un compadreo general, un lujo de audacia, una exaltación de amor propio que hacía sacudirse el miedo, oculta aguja de hielo entre los ardimientos de cada uno.



Muchos curiosos de los desbordados en el Parque en las primeras horas de la mañana, sentíanse contaminados de aquella atmósfera tormentosa y, a la vez, dotada de la alegría del campamento: cobraban un valor surgido del estímulo, y pidiendo una boina y una remington, se quedaban allí. Había entre éstos muchos colegiales lampiños que abrazaban la causa sin saber fijamente lo que abrazaban, con una sonrisa juvenil en los labios, sonrisa que, en muchos de ellos, se trocaría al poco rato en angélico visaje de agonía. Querían estrenarse en su vida de hombres con una hombrada, y hallábanse poseídos del sentimentalismo del martirio, sin saber ¡pobrecitos! que la posteridad olvida a los que no fueron más que números de una fila. Los que volvían a salir del Parque íbanse a sus casas para tener el gustazo de verse sujetados por sus familias, oyéndose llamar con regocijo íntimo temerarios y malas cabezas, erigidos en héroes de hogar cariñoso. Poetizaban lo que habían visto: al doctor Del Valle repartiendo armas en medio de una oratoria fogosa, al general Campos organizando las baterías sublevadas y disponiendo el plan general del combate, a Sebastián Langredo comandando un pelotón de voluntarios en el sitio de mayor peligro, al doctor Sonajas convertido en una fiera cívica, a Eizaguirre hecho un zapador, desempedrando la calle con una barreta, y a su lado, cavando, Miquelena, a Tinadillos repartiendo boinas dentro del edificio del Parque, misión poco peligrosa, pero muy lucida, porque todos los revolucionarios tenían que verle.



Y sobre todas estas figuras, destacándose con sus perfiles cristalizados en la conciencia pública, la figura del doctor Alem, el adalid de los cívicos y el Marte de la Balvanera, en cuyo atrio le chamuscaran más de una vez su luenga pera los tacos de los revólveres electorales, dándole su serenidad ante la muerte todos los prestigios de la guapeza criolla. Exaltábase la imaginación popular para pintar su arrogancia en el Parque, habíanle visto, con un poncho de vicuña al cuello, la cartuchera sobre la cruzada levita, en la mano un remington, alta la cabeza, los ojos coléricos, la pera hecha un disparo, marcial y animoso, rodeado de los jóvenes y corajudos feligreses de la parroquia levantisca, sus preciados hijos políticos, que le profesaban un cariño exaltado y fanático. Más que el jefe civil, era el símbolo vivo de la revolución.



A media mañana toda la población se hallaba poseída de un instinto revolucionario, del amor al drama, sintiendo riada de energía en el pecho, en la mente Vesubios, en la venas Niágaras de sangre caliente. Para poner en acción todos estos impulsos, esforzándose la imaginación en fraguar ideas caldeadas de odio ... ¿al gobierno? No, no surgió contra el gobierno aquella tempestad de encono, sino contra la policía, contra tres mil humildes gallegos y chinos que se ganaban su pan y el de los suyos sirviendo en las esquinas al principio de autoridad ejecutiva.



Cálase de pena el alma, el alma de los buenos de alma, viendo acosados por todas partes a los modestos guardias de la paz de la calle, defensores al aire libre del principio de justicia. De todas partes les llovía plomo candente. Los pacíficos y los indiferentes apartábanse de ellos a escape, no fuera que les tocara un balazo venido de mano ruin y oculta en las sombras. Y todos ellos realizaban estas hazañas desde sitios ocutos, bien resguardados detrás de las puertas, de las ventanas y de las tapias.


Rehechos en el cuartel los vigilantes del segundo relevo nocturno, y unidos a los que allí estaban en descanso, púsose el general Capdevila al frente de todos para combatir a los revolucionarios del Parque. Gallegos y chinos, dóciles como ninguna otra raza a la disciplina militar, armáronse en guerra sin proferir una sola protesta. Iban a matarse en guerra, ellos que siempre fueron guardianes de la paz, evitando que los demás se mataran. Con su humilde hábito raciocinante, discurrían aquel caso de derecho público, no saliéndoles la cuenta de su tranformación de autoridades en soldados militantes contra un pueblo que el día anterior obedecía sumiso a sus órdenes, al "camine a a la comisaría"


Bajo esta pregunta bulló en todos ellos el sentimiento de su autoridad ultrajada, y a la vez, un movimiento general de adhexión al gobierno, autoridad de su autoridad, traducida en la mente de los vigilantes bajo una forma puramente pastoril concluyendo esto por provocar en todos un sentimiento de fidelidad casi canina. Su odio al pueblo agresor acabó de llenarles de brío guerrero.



Vestido de gala, con relumbrante traje de parada, como para enseñar al pueblo las dignidades que encierra el arte de la guerra, y a la vez su buen humor para llevar consigo una mortaja lujosa, marchaba al frente el general Capdevila, montado en brioso semental, y seguido de sus gallegos y chinos, un ejército cosmopolita, compuesto de viejos y jóvenes, de lampiños y barbudos, de caras blancas, negras y cetrinas.


Entraron por la calle Libertad en dirección al Parque. Al llegar a la de Corrientes sintieron lúgubres silvidos sobre sus cabezas, a muchos se les cambió el color, sintiendo frío en la sangre y un desvanecimiento de la vista que les tornaba en masa negra el ambiente, recogióseles a otro la vida toda en el corazón para sentir en él, con sobresalto, el mundo de sus recurdos y de sus afectos, la mujer y los hijos, algunos la nativa tierra lejana y los lugares de la niñez.



Cuajado el miedo, siguieron avanzando por aquella calle en que el plomo volaba encajonado. Al ser distinguidos por los del Parque, arreciaron las descardas, comenzando la muerte a segar en la fila. Los revolucionarios concentraron sobre ellos todos sus fuegos, mientras a los costados y a su espalda se organizaban una porción de cantones. De frente, de atrás, de las calles laterales, de las azoteas, allí encima, del cielo mismo, caíales una lluvia de plomo derretido y taladrante. Los abrasaban, les barrían la vida en medio de la calle, y ellos, pobres infelices de valor humilde ¡adelante! ¡adelante! sumisos a la voz colérica de su bravo jefe, que milagrosamente seguía montado sobre el semental brioso.


Rotas de un balazo las tabas de la rodilla, cayó al fin el general bajo las patas de su caballo enfurecido entre el resplandor de los tiros y aspirando humo por sus fauces soberbias, iniciándose luego la general dispersión.

Francisco Grandmontagne de la obra La Maldonada.






Fuente: Caras y caretas 1904 7(304)

No hay comentarios: