Ante todo, para lanzarse por la escabrosa senda del teatro hay que tener cara, pues un hombre descarado, no haría nunca un buen papel, aunque se dan casos de lo contrario.
La cara debe expresarlo todo, desde la tragedia, hasta el modesto entremés u hors-d'oeuvres que decimos los que dominamos el francés; siguen en importancia en el arte dramático la voz; un mudo no podría interpretar a Calderón más que con señas, y después con las extremidades, de las que suelen sacar partido algunos actores.
Pero estas condiciones por sí solas no bastan tampoco, es necesario perder la vergüenza o el pudor, que decimos los mozos bien, para presentarse ante un público, convencido de que uno es artista; y aquí empieza una lucha terrible entre el actor y el público; uno que bueno, otro que malo, sin que se pongan nunca de acuerdo.
La cara debe demostrar por sí sola el género a que uno pertenece, si al drama, si a la comedia o al Mayo; sus gestos deben decirlo todo, desde: estoy mal del estómago, hasta me gusta el carabanchel. Las miradas son de un efecto eficasísimo en el teatro; del buen manejo de estas depende quizá un éxito; un galán no puede ser tuerto: o se pone un ojo de vidrio o se dedica a segundo galán.
La voz hay que saberla manejar con maestría, hay que bajar, hay que subir, ¡Ay qué mala voz la de algunos desgraciados! ... Lo que no obsta para encantar al senado.
En cuanto a las extremidades, cada uno las maneja como quiere. Con los brazos, por ejemplo, hay que ser airoso, moverlos con desenvoltura, con elegancia, para que vean que uno no es manco; y con los pies, hacer cuantos prodigios puedan imaginarse.
Estas son las condiciones que debe reunir un actor que se estime en algo. Además necesita proveerse de un variado guardarropa, lo que no es por cuenta de la empresa, sino de un sastre, y, con esto y con uno que salga a servir la sopa en todas las obras que interpreta la compañía a que pertenece, ya puede llegar a ser un Julian Romea.
Félix Mesa.
Fuente: Caras y caretas 1904 7(305)
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