jueves, 29 de abril de 2010

La medicina en la Edad Media

 

La peste bubónica hizo su aparición en Constantinopla, en el año 543, pero que no llegó a penetrar muy al interior de la Europa occidental. En aquella época, poco después de la caída del Imperio Romano, no había apenas comunicaciones que permitieran viajar y la enfermedad se detuvo en su marcha debido al aislamiento en que se mantenían las pequeñas ciudades de Europa. Mas, en el siglo catorce, habíanse restablecido los medios de viajar, y los diferentes países estaban continuamente invadidos de vagabundos, estudiantes que iban errantes de ciudad en ciudad, y bandas de soldados que a cada momento cruzaban el continente de punta a punta. Era aquel un siglo guerrero; la pólvora se usó por primera vez en 1330 y la guerra de los cien años empezó en 1336; o sea que las condiciones se habían combinado en forma ideal para la propagación de una plaga.
En la primavera de 1347, la epidemia, que venía de Asia, llegó a Constantinopla, como llegó la de 543; en el otoño habíase propagado hasta Sicilia y en diciembre ya había llegado a Nápoles, Génova y Marsella, y a principios de 1348, se había extendido por todo el sur de Francia, por Italia y por España; en junio, del mismo año, llegaba a París y, en agosto, a Inglaterra e Irlanda; quince meses tardó la plaga en ir de Constantinopla a Londres, desde donde, sin detenerse, se desparramó en todas direcciones, llegando hasta Holanda, Alemania, Escandinava y Rusia. 
El terror precedía a la plaga, en su marcha implacable, cuyo paso dejaba a los países destrozados, desmoralizados y casi despoblados. Ante calamidad de tal magnitud los lazos que unían  a los hombres se relajaban, la naturaleza humana seguía sus propios dictados y la ley y el orden casi llegaban a desaparecer por completo; unos, presas del terror, abandonaban a sus familias, daban sus posesiones a la iglesia y se escondían en las catedrales donde rezaban hasta que llegaba la enfermedad y allí mismo los mataba; otros, huyendo se metían en barcos, se hacían a la mar y a bordo morían, y los barcos seguían navegando a la deriva con una tripulación de cadáveres; otros, los menos, dedicaban heroicamente sus últimos días a ayudar y dar consuelo a enfermos y moribundos mientras que, otros todavía, se entregaban a grandes orgías, bebiendo, comiendo y bailando.
Durante la epidemia, uno de los problemas más graves de los sobrevivientes era el enterrar los muertos. En Aviñón, el Papa consagró el río Rone para que, en lugar de enterrarlos, se pudieran arrojar allí los cadáveres. En otras ciudades los arrojaban al mar y más de una vez la marea los traía de nuevo a la playa.

[Fuente: Haggard, H. (1941) El médico en la historia]


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